sábado, 24 de julio de 2010


Mariano y Mariangola
Por los años 1650 los españoles construyeron en Estanco Cucho un taller de fundiciones. Allí se hacían herrajes, herramientas de todo tipo y, también, campanas.
Con el tiempo la noticia del arte de hacer campanas dio vuelta las fronteras de la provincia.
Allí se diseñaron y labraron históricas campanas de bronce y estaño que hasta hoy siguen repicando en templos y escuelas de Yantaragra, Baños, Jesús y Huallanca.
Fundir campanas no era tan difícil, el arte estaba en saber conjugar las proporciones. Mientras unos hervían el metal hasta la incandescencia otros construían núcleos de barro según el tamaño y forma que solicitaban los clientes. Luego se levantaba por encima una armazón de barro hasta formar un hueco sobre el cual se vertía el metal disuelto.
Después de esperar dos días el enfriamiento del molde, toscas campanas aparecían a la vista. Entonces, artesanos expertos la alisaban y pulían hasta conseguir el grosor necesario para la correcta producción de sonidos.
Cuando la fortuna era prodigiosa y el arte de hacer campanas se transformó en pericia se atrevieron los herreros a romper con la tradicional fundición.
Desde luego, no pudieron romperlo del todo. Mantuvieron el principio de que el tono de la campana dependía de sus proporciones y forma, pero abandonaron las medidas de la aleación de bronce con cuatro partes de cobre y una de estaño. Se atrevieron los intrépidos a bregar contra la corriente. Ensayaron campanas con metales preciosos. Varias lunas después lograron dos hermosas campanas: uno macho y otro hembra.
El macho era de oro, bronce y estaño. Le bautizaron con el nombre de Mariano. La hembra era de plata, bronce y estaño. Le bautizaron con el nombre de Mariangola.
Sigue siendo un misterios el por qué los colonizadores angurrientos prodigaron de semejantes obras a mi pueblo.
Pero por casi tres siglos las campanas fulguraron en la torre de la iglesia de Chacabamba. Al amanecer repicaban los laúdes, al medio día el ángelus y cerca del anochecer las vísperas: repicar tres veces durante el día, era su rutina.
Eso fue así, hasta que llegaron duras noticias. Persiguiendo al Brujo de los Andes venía un ejército furioso que arrasaba con todo a su paso.
Ni corto ni perezoso. Los recios subieron a la torre. Derribaron las campanas. En winto la arrastraron para esconderlos en el fondo de un pozo dantesco que se forma en algunos tramos del río.
La ataron con cuero de barroso a una piedra gigante en el fondo del río. Pero esa noche llovió sin parar. El río se volvió furioso. Las ataduras cedieron a la fuerza del Marañón y arrastraron a Mariano y Mariangola: no se sabe hasta dónde.
El misterio de las campanas atrajo a científicos y exploradores. Por años trataron de ubicar las campanas, sin éxito.
En la última década del siglo XX llegaron belgas, suizos, noruegos y norteamericanos.
Todos con el mismo afán y cumpliendo la misma rutina. Confraternizar con la gente, simular sus costumbres y arrancarles información a cambio de estampitas. Entonces nunca faltan badulaques que hablan más de la cuenta ni tienen reparo de vender su conciencia. Uno de esos gusanos incluso se alista como guías. Pero, todo debe discurrir en secreto. Pendencieros gringos esperan con entrenada paciencia la media noche. Cuando el pueblo parece un cementerio desempolvan sofisticados equipos de buceo y saltan sin miedo al fondo del río. No se cuántas veces han repasado sobre lo mismo: el paradero de las campanas sigue siendo un misterio.

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